En el norte de Toluca, septiembre también huele a cempasúchil. Los cementerios de las comunidades otomíes se encienden antes de noviembre, cuando la víspera de San Miguel Arcángel las tumbas se cubren de flores que guían a los “muertos chiquitos”, las almas infantiles que vuelven acompañadas del guardián celestial.

La mañana del 28 los panteones de San Andrés Cuexcontitlán, San Pablo Autopan y San Cristóbal Huichochitlán se llenan de actividad. Familias enteras limpian maleza, riegan la tierra y colocan flores en cruces sencillas. El color anaranjado del cempasúchil se mezcla con pericón e incienso, mientras los niños siguen de cerca a sus abuelos en una lección silenciosa de memoria y arraigo.
El significado del cempasúchil
Las ofrendas no se limitan al cementerio. En las casas se preparan altares con un vaso de agua, un juguete, veladoras y cruces de pericón. Cada elemento cumple una función. El agua calma la sed de las almas, el juguete acompaña a los angelitos y la luz protege de los demonios. El cempasúchil se convierte en sendero que ilumina el tránsito entre mundos, acompañado por la figura de San Miguel como protector de los difuntos más pequeños.
Para los fiscales de parroquia mantener esta costumbre es parte de la responsabilidad comunitaria. Señalan que no se trata de adelantar el Día de Muertos sino de sostener una práctica propia que se hereda de generación en generación. Aseguran que lo importante es que los niños participen y conozcan la tradición, porque solo así se garantiza que no se pierda.
El resplandor de las flores convierte los cementerios en caminos solares. En cada pétalo está la memoria de quienes partieron pronto y también la certeza de que el pueblo otomí mantiene viva su identidad. Cada septiembre el cempasúchil anticipa lo que vendrá en noviembre, recordando que la muerte no es ausencia, sino un regreso que se ilumina con flores.